miércoles, agosto 10, 2005

Octavio Paz.... Un sistema solar

Si se hace un repaso de la literatura occidental durante los ocho siglos que nos separan del 'amor cortés', se comprueba inmediatamente que la inmensa mayoría de esos poemas, piezas de teatro y novelas tienen por asunto el amor. Una de las funciones de la literatura es la representación de las pasiones; la preponderancia del tema amoroso en nuestras obras literarias muestra que el amor ha sido una pasión central de los hombres y las mujeres de Occidente. La otra ha sido el poder, de la ambición política a la sed de bienes materiales o de honores. En el curso de estos ocho siglos, ¿ha cambiado el arquetipo que nos legaron los poetas provenzales? Contestar a esta pregunta requiere más de un minuto de reflexión. Los cambios han sido tantos que es casi imposible enumerarlos; nomenos difícil sería intentar un análisis de cada tipo o variante de la pasión amorosa. De la dama de los provenzales a Ana Karenina ha corrido mucha agua. Los cambios comenzaron con Dante y han continuado hasta nuestros días. Cada poeta y cada novelista tiene una visión propia del amor; algunos incluso tienen varias y encarnadas en distintos personajes. Tal vez el más rico en carácteres es Shakespeare: Julieta, Ofelia, Marco Antonio, Rosalinda, Otelo ... Cada uno de ellos es el amor en persona y cada uno es diferente de los otros. Otro tanto puede decirse de Balzac y su galería de enamoradas y enamorados, de una aristócrata como la duquesa de Langeais a una plebeya salida de un burdel como Esther Gobsek. Los enamorados de Balzac vienen de todas las clases y de los cuatro puntos cardinales. Incluso se atrevió a romper una convención respetada desde la época del 'amor cortés' y en su obra aparece por primera vez el amor homosexual: la pasión sublimada y casta del antiguo presidiario Vautrin por Lucien de Rubempré, 'homme à femmes', y la de la Marquesa de San Real por Paquita Valdés, la 'fille aux yeux d'or'. Ante tal variedad, puede concluirse que la historia de las literaturas europeas y americanas es la historia de las metamorfosis del amor.

Apenas enunciada, siento la necesidad de rectificar y matizar mi conclusión: ninguno de estos cambios ha alterado, en su esencia, el arquetipo creado en el siglo XII. Hay ciertas notas o rasgos distintivos del 'amor cortés' -no más de cinco, como se ver&aaacute; más adelante- que están presentes en todas las historias de amor de nuestra literatura y que, además, han sido la base de las distintas ideas e imágenes que hemos tenido sobre este sentimiento desde la Edad Media. Algunas ideas y convenciones han desaparecido, como la de ser casada la dama y pertenecer a la nobleza o la de ser de sexo distinto los enamorados. El resto permanece, ese conjunto de condiciones y cualidades antitéticas que distinguen al amor de otras pasiones: atracción/elección, libertad/sumisión, fidelidad/traición, alma/cuerpo. Así, lo verdaderamente asombroso es la continuidad de nuestra idea del amor, no sus cambios y variaciones. Francesca es una víctima del amor y la Marquesa de Merteuil es una victimaria, Fabricio del Dongo triunfa de las asechanzas que pierden a Romeo, pero la pasión que los exalta o los devora es la misma. Todos son héroes y heroínas del amor, ese sentimiento extraño que es simultáneamente una atracción fatal y una libre elección.

Uno de los rasgos que definen a la literatura moderna es la crítica; quiero decir, a diferencia de las del pasado, no sólo canta a los héroes y relata su ascenso o su caída, sino que los analiza. Don Quijote no es Aquiles y en su lecho de muerte, se entrega a un amargo examen de conciencia; Rastignac no es el piadoso Eneas, al contrario: sabe que es despiadado, no se arrepiente de serlo y, cínico, se lo conjfiesa a sí mismo. Un intenso poema de Baudelaire se llama L'examen de minuit. El objeto de predilección de todos estos exámenes y análisis es la pasión amorosa. La poesía, la novela y el teatro modernos sobresalen por el número, la profundidad y la sutileza de sus estudios acerca del amor y su cortejo de obsesiones, emociones y sensaciones. Muchos de estos análisis -por ejemplo, el de Stendhal- han sido disecciones; lo sorprendente, sin embargo, ha sido que en cada caso esas operaciones de cirugía mental terminan en resurrecciones. En las páginas finales de La educación sentimental, quizá la obra más perfecta de Flaubert, el héroe y un amigo de juventud hacen un resumen de sus vidas: 'uno había soñado con el amor, el otro con el poder, y ambos habían fracasado. ¿Por qué?' A esta pregunta, el protagonista principal, Frédéric Moreau, responde: 'Tal vez la falla estuvo en la línea recta'. O sea: la pasión es inflexible y no sabe de acomodos. Respuesta reveladora, sobre todo si se repara en que el habla así es un alter ego de Flaubert. Pero Frédéric-Flaubert no está decepcionado del amor; a pesar de su fracaso, le sigue pareciendo que fue lo mejor que le había pasado y lo único que justificaba la futilidad de su vida. Frédéric estaba decepcionado de sí mismo; mejor dicho: del mundo en que le había tocado vivir: Flaubert no desvaloriza al amor: describe sin ilusiones a la sociedad burguesa, ese tejido execrable de compromisos, debiliddes, perfidias, pequeñas y grandes traiciones, sórdido egoísmo. No fue ingenioso sino veraz cuando dijo: Madame Bovary, c'est moi. Emma Bovary fue, como él mismo, no una víctima del amor sino de su sociedad y de su clase: ¿qué hubiera sido de ella si no hubiese vivido en la sórdida provincia francesa? Dante condena al mundo desde el cielo:
la literatura moderna lo condena desde la conciencia personal ultrajada.

La continuidad de nuestra idea del amor todavía espera su historia; la veriedad de formas en que se manifiesta, aguarda una enciclopedia. Pero hay otro método más cerca de la geografía que de la historia y del catálogo: dibujar los límites entre el amor y las otras pasiones como aquel que esboza el contorno de una isla en un archipiélago. Esto es lo que me he propuesto en el curso de estas reflexiones. Dejo al historiador la inmensa tarea, más allá de mis fuerzas y de mi capacidad, de narrar la historia del amor y de su metamorfosis; al sabio, una labor igualmente inmensa: la clasificación de las variantes físicas y psicológicas de esta pasión. Mi intención ha sido mucho más modesta.

Al comenzar, procuré deslindar los dominios de la sexualidad, del erotismo y del amor: Los tres son modos, manifestaciones de la vida. Los biólogos todavía discuten sobre lo que es o puede ser la vida. Para algunos es una palabra vacía de significado; lo que llamamos vida no es sino un fenómeno químico, el resultado de la unión de algunos ácidos. Confieso que nunca me han convencido estas simplificaciones. Incluso si la vida comenzó en nuestro planeta por la asociación de dos o más ácidos (¿y cuál fue el origen de esos ácidos y cómo aparecieron sobre la tierra?), es imposible reducir la evolución de la materia viva, de los infusorios a los mamíferos, a una mera reacción química. Lo cierto es que el tránsito de la sexualidad al amor se caracteriza no tanto por una creciente complejidad como por la intervención de un agente que lleva el nombre de una linda princesa griega: Psiquis. La sexualidad es animal; el erotismo es humano. Es un fenómeno que se manifiesta dentro de una sociedad y que consiste, esencialmente, en desviar o cambiar el impulso sexual reproductor y transformarlo en una representación. El amor, a su vez, también es ceremonian y representación pero es algo más: una purificación, como decían los provenzales, que transforma al sujeto y al objeto del encuentro erótico en personas únicas. El amor es la metáfora final de la sexualidad. Su piedra de fundación es la libertad: el misterio de la persona.

No hay amor sin erotismo como no hay erotismo sim sexualidad. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es impensable e imposible. Cierto, a veces es difícil distinguir entre amor y erotismo. Por ejemplo, en la pasión violentamente sensible que unía a Paolo y a Francesca. No obstante, el hecho de que sufriesen juntos su pena, sin poder ni sobre todo querer separarse, revela que los unía realmente el amor. Aunque su adulterio había sido particularmente grave -Paolo era hermano de Giovanni Malatesta, el esposo de Francesca- el amor había refinado su lujuria; la pasión, que los mantiene unidos en el infierno, si no los salva, los ennoblece.

Es más fácil distinguir entre el amor y los otros afectos menos empapados de sexualidad. Se dice que amamos a nuestra patria, a nuestra religión, a nuestro partido, a ciertos principios e ideas. Es claro que en ninguno de estos casos se trata de lo que llamamos amor; en todos ellos falta el elemento erótico, la atracción hacia un cuerpo. Se ama a una persona, no a una abstracción. También se emplea la palabra amor para designar el afecto que profesamos a la gente de nuestra sangre: padres, hijos, hermanos y otros parientes. En esta relación no aparece ninguno de los elementos de la pasión amorosa: el descubrimiento de la persona amada, generalmente desconocida; la atracción física y espiritual; el obstáculo que se interpone entre los amantes; la búsqueda de la reciprocidad; en fin, el acto de elegir una persona entre todas las que nos rodean. Amamos a nuestros padres y a nuestros hijos porque así nos lo ordena la religión o la costumbre, la ley de la moral o la ley de la sangre. Se me dirá: ¿y el complejo de Edipo y el de Electra, la atracción hacia nuestros padres, no es erótica? La pregunta merece respuesta por separado.

El famoso complejo, cualquiera que sea su verdadera pertinencia biológica y psicológica, está más cerca de la mera sexualidad que del erotismo. Los animales no conocen el tabú del incesto. Según Freud, todo el proceso inconsciente de la sexualidad, bajo la tiranía del super-ego, consiste precisamente en desviar este primer apetito sexual, y transformado en inclinación erótica, dirigirlo hacia un objeto distinto y que substituye a la imagen del padre o de la madre. Si la tendencia edípica no se transforma, aparece la neurosis y, a veces, el incesto. Si el incesto se realiza sin el consentimiento de uno de los participantes, es claro que hay estupro, violación, engaño o lo que se quiera pero no amor. Es distinto si hay atracción mútua y libre aceptación de esa atracción; pero entonces el afecto familiar desaparece: ya no hay padres ni hijos sino amantes. agrego que el incesto entre padres e hijos es infrecuente. La razón probablemente es la diferencia de edades: en el momento de la pubertad, el padre y la madre ya van envejeciendo y han dejado de ser deseables. Entre los animales no existe la prohibición del incesto pero en ellos el tránsito de la cría a la plena sexualidad es brevísimo. El incesto humano casi nunca es voluntario. Las dos hijas de Lot emborracharon a su padre dos noches seguidas para aprovecharse consecutivamente de su estado; en cuanto al incesto paterno: todos los días leemos en la prensa historias de padres que abusan sexualmente de sus hijos. Nada de esto tiene relación con lo que llamamos amor.

Para Freud las pasiones son juegos de reflejos; creemos amar a X, a su cuerpo y a su alma, pero en realidad amamos a la imagen de Y en X. Sexualismo fantasmal que convierte todo lo que se toca en reflejo e imagen. En la literatura no aparece el incesto entre padres e hijos como una pasión libremente aceptada: Edipo no sabe que es hijo de Yocasta. La excepción son Sade y otros pocos autores de esa familia: su tema no es el amor sino el erotismo y sus perversiones. En cambio, al amor entre hermanos le debemos una obra espléndida de John Ford (It's a pitty she is a whore) y páginas memorables de Musil en su novela El hombre sin atributos. En estos ejemplos -hay otros- la ciega atracción, una vez reconocida, es aceptada y elegida. Es lo contrario justamente del afecto familiar, en el que el elemento voluntario, la elección, no aparece. Nadie escoge a sus padres, sus hijos y sus hermanos: todos escogemos a nuestras y nuestros amantes.

El amor filial, el fraternal, el paternal y el maternal no son amor; son piedad, en el sentido más antiguo y religioso de esta palabra. Piedad viene de pietas. Es el nombre de una virtud, nos dice el Diccionario de Autoridades, que 'm ueve e incita a reverenciar, acatar, servir y honrar a Dios, a nuestros padres y a la patria'. La pietas es el sentimiento de devoción que se profesaba a los Dioses en Roma. Piedad significa también misericordia y, para los cristianos, es un aspecto de la caridad. El francés y el inglés distinguen entre las dos acepcionesn y tienen dos vocablos para expresarlas: piété y piety para la primera y, para la segunda, pitié y pitty. La piedad o amor a Dios brota, según los teólogos, del sentimiento de orfandad: la criatura, hija de Dios, se siente arrojada en el mundo y busca a su Creador. Es una experiencia literalmente fundamental pues se confunde con nuestro nacimiento.. Se ha escrito mucho sobre esto; aquí me limito a recordar que consiste en el sentirse y saberse expulsados del todo prenatal y echados a un mundo ajeno: esta vida. En este sentido el amor a Dios, es decir, al Padre y al Creador, tiene gran parecido con la piedad filial. Ya señalé que el afecto que sentimos por nuestros padres es involuntario. Como en el caso de los sentimientos filiales, y según la buena definición de nuestro Diccionario de Autoridades, amar al Creador no es amor: es piedad. Tampoco el amor a nuestros semejantes es amor: es caridad. Una linda condesa balzaquiana resumió todo esto, con admirable y concisa impertinencia, en una carta a un pretendiente: Je puis faire, je vous l'avoue, une infinité de choses par charité, tout, excepté l'amour. [Le lys dans la vallée]

La experiencia mística va más allá de la piedad. Los poetas místicos han comparado sus penas y sus deliquios con los del amor. Lo han hecho con acentos de estremecedora sinceridad y con imágenes apasionadamente sensuales. Por su parte, los poetas eróticos también se sirven de términos religiosos para expresar sus transportes. Nuestra poesía mística está impregnada de erotismo y nuestra poesía amorosa de religiosidad. En esto nos apartamos de la tradición grecorromana y nos parecemos a los musulmanes y a los hindúes. Se ha intentado varias veces explicar esta enigmática afinidad entre mística y erotismo pero no se ha logrado, a mi juicio, elucidarla del todo. Añado, de paso, una observación que podría quizá ayudar un poco a esclarecer el fenómeno. El acto en que culmina la experiencia erótica, el orgasmo, es indecible. Es una sensación que pasa de la extrema tensión al más completo abandono y de la concentración fija al olvido de sí; reunión de los opuestos, durante un segundo: la afirmación del yo y su disolución, la subida y la caída, el allá y el aquí, el tiempo y el no-tiempo. La experiencia mística es igualmente indecible: instantánea fusión de los opuestos, la tensión y la distensión, la afirmación y la negación, el estar fuera de sí y el reunirse con uno mismo en el seno de una naturaleza reconciliada.

Es natural que los poetas místicos y los eróticos usen un lenguaje parecido: no hay muchas maneras de decir lo indecible. No obstante, la diferencia salta a la vista: en el amor el objeto es una criatura mortal y en la mística un ser intemporal que, momentáneamente, encarna en esta o aquella forma, Romeo llora ante el cadáver de Julieta; el místico ve en las heridas de Cristo las señales de la resurrección. Reverso y anverso: el enamorado ve y toca una presencia; el místico contempla una aparición. En la visión mística el hombre dialoga con su Creador, o, si es budista, con la Vacuidad; en uno y en otro caso, el diálogo se entabla -si es que es posible hablar de diálogo- entre el tiempo discontinuo del hombre y el tiempo sin fisuras de la eternidad, un presente que nunca cambia, crece o decrece, siempre idéntico a sí mismo. El amor humano es la unión de dos seres sujetos al tiempo y a sus accidentes: el cambio, las pasiones, la enfermedad, la muerte. Aunque no nos salva del tiempo, lo entreabre para que, en un relámpago, aparezca su naturaleza contradictoria, esa vivacidad que sin cesar se anula y renace y que, siempre y al mismo tiempo, es ahora y es nunca. Por esto, todo amor, incluso el más felíz, es trágico.

Se ha comparado muchas veces a la amistad con el amor; en ocasiones como pasiones complementarias y en otras, las más, como opuestas. Si se omite el elemento carnal, físico, los parecidos entre amor y amistad son obvios. Ambos son afectos elegidos libremente, no impuestos por la ley o la costumbre, y ambos son relaciones interpersonales. Somos amigos de una persona, no de una multitud; a nadie se le puede llamar, sin irrisión, 'amigo del género humano'. La elección y la exclusividad son condiciones que la amistad comparte con el amor. En cambio, podemos estar enamorados de una persona que no nos ame pero la amistad sin reciprocidad es imposible. Otra diferencia: la amistad no nace de la vista, como el amor, sino de un sentimiento más complejo: la afinidad en las ideas, los sentimientos o las inclinaciones. En el comienzo del amor hay sorpresa, el descubrimiento de otra persona a la que nada nos une excepto una indefinible atracción física y espiritual; esa persona, incluso, puede ser extranjera y venir de otro mundo. La amistad nace de la comunidad y de la coincidencia en las ideas, en los sentimientos o en los intereses. La simpatía es el resultado de esta afinidad; el trato refina y transforma a la simpatía en amistad. El amor nace de un flechazo; la amistad del intercambio frecuente y prolongado. El amor es instantáneo; la amistad requiere tiempo.

Para los antiguos la amistad era superior al amor. Según Aristóteles la amistad es 'una virtud o va acompañada de virtud; además, es la cosa más necesaria de la vida'. [Ética Nicomaquea, VIII] Plutarco, Cicerón y otros lo siguieron en su elogio de la amistad. En otras civilizaciones no fue menor su prestigio. Entre los grandes legados de China al mundo está su poesía y en ella el tema de la amistad es preponderante, al lado del sentimiento de la naturaleza y el de la soledad del sabio. Encuentros, despedidas y evocaciones del amigo lejano son frecuentes en la poesía china, como en este poema de Wang Wei al despedirse de un amigo en las fronteras del Imperio:

ADIOS A YÚAN, ENVIADO A ANS-HSI
En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.
En el mesón los sauces verdes aún más verdes.
-Oye, amigo, bebamos otra copa,
Pasado el Paso Yang no hay 'oye, amigo'.
[El Paso de Yang, más allá de la ciudad de Wei, era el último puesto militar, en la frontera con los bárbaros (Hsieng-nu)]

Aristóteles dice que hay tres clases de amistad: por interés o utilidad, por placer y la 'amistad perfecta, la de los hombres de bien y semejantes en virtud, porque éstos se desean igualmente el bien'. Desear el bien para el otro es desearlo para uno mismo si el amigo es hombre de bien. Los dos primeros tipos de amistad son accidentales y están destinados a durar poco; el tercero es perdurable y es uno de los bienes más altos a que puede aspirar el hombre. Digo hombre en el sentido literal y restringido de la palabra: Aristóteles no se refería a las mujeres. Su clasificación es de orden moral y quizá no corresponde del todo a la realidad: ¿un hombre malo no puede ser amigo de un hombre bueno? Pílades, modelo de amistad, no vacila en ser cómplice de su amigo Orestes en el asesinato de su madre Cltemnestra y de Egisto, su amante.

Al preguntarse la razón de la amistad que lo unía al poeta Étienne de La Boétie, se responde Montaigne 'porque él era él y porque yo era yo'. Y agrega que en todo esto 'había una fuerza inexplicable y fatal, mediadora de esta unión'. Un enamorado no habría respondido de otra manera. Sin embargo, es imposible confundir al amor con la amistad y en el mismo ensayo Montaigne se encarga de distinguirlos: 'aunque el amor nace también de su elección, ocupa un lugar distinto al de la amistad ... Su fuego, lo confieso, es más activo, punzante y ávido; pero es un fuego temerario y voluble ... un fuego febril', mientras que 'la amistad es un calor parejo y universal, templado y a la medida ... un calor constante y tranquilo, todo dulzura y pulimento, sin asperezas ...'. La amistad es una virtud eminentemente social y más duradera que el amor. Para los jóvenes, dice Aristóteles, es muy fácil tener amigos pero con la misma facilidad se deshacen de ellos: la amistad es una afección más propia de la madurez. No estoy muy seguro de esto pero sí creo que la amistad está menos sujeta que el amor a los cambios inesperados. El amor se presenta, casi siempre, como una ruptura o violación del orden social; es un desafío a las costumbres y a las instituciones de la comunidad. Es una pasión que, al unir a los amantes, los separa de la sociedad. Una república de enamorados sería ingobernable; el ideal político de una sociedad civilizada -nunca realizado- sería una república de amigos.

¿Es irreductible la oposición entre el amor y la amistad? ¿No podemos ser amigos de nuestros amantes? La opinión de Montaigne -y en esto sigue a los antiguos- es más bien negativa. El matrimonio le parece impropio para la amistad; aparte de ser una unión obligatoria y para toda la vida -aunque haya sido escogida libremente- el matrimonio es el teatro de tantos y tan diversos intereses y pasiones que la amistad no tiene cabida en él. Disiento. Por una parte, el matrimonio moderno no es ya indisoluble ni tiene mucho que ver con el matrimonio que conoció Montaigne; por otra, la amistad entre los esposos -un hecho que comprobamos todos los días- es uno de los lazos que redimen al vínculo matrimonial. La opinión negativa de Montaigne se extiende, por lo demás, al amor mismo. Acepta que sería muy deseable que las almas y los cuerpos mismos de los amantes gozasen de la unión amistosa; pero el alma de la mujer no le parece 'bastante fuerte para soportar los lazos de un nudo tan apretado y duradero'. Así, coincide con los antiguos: el sexo femenino es incapaz de amistad. Aunque esta opinión puede escandalizarnos, para refutarla debemos someterla a un ligero examen.

Es verdad que no hay en la historia ni en la literatura muchos ejemplos de amistad entre mujeres. No es demasiado extraño: durante siglos y siglos -probablemente desde el neolítico, según algunos antropólogos- las mujeres han vivido en la sombra. ¿Qué sabemos de lo que realmente sentían y pensaban las esposas de Atenas, las muchachas de Jerusalén, las campesinas del siglo XII o las burguesas del XV? En cuanto conocemos un poco mejor un periodo histórico, aparecen casos de mujeres notables que fueron amigas de filósofos, poetas y artistas: Santa Paula, Vittora Colona, Madame de Sévigné, George Sand, Virginia Woolf, Hannah Arendt y tantas otras. ¿Excepciones? Sí, pero la amistad es, como el amor, siempre excepcional. Dicho esto, hay que aceptar que en todos los casos que he citado se trata de amistades entre hombres y mujeres. Hasta ahora la amistad entre mujeres es mucho más rara que la amistad entre los hombres. En las relaciones femeninas son frecuentes el picoteo, las envidias, los chismes, los celos y las pequeñas perfidias. Todo esto se debe, casi seguramente, no a una incapacidad innata de las mujeres sino a su situación social. Tal vez su progresiva liberación cambie todo esto. Así sea. La amistad requiere la estimación, de modo que está asociada a la revaloración de la mujer ... Y vuelvo a la opinión de Montaigne: me parece que no es equívoco enteramente al juzgar incompatibles el amor y la amistad. Son afectos, o como él dice, fuegos distintos. Pero se equivocó al decir que la mujer está negada para la amistad. Tampoco la oposición entre amor y amistad es absoluta: no sólo hay muchos rasgos que ambos comparten sino que el amor puede transformarse en amistad. Es, diría, uno de sus desenlaces, como lo vemos en algunos matrimonios. Por último, el amor y la amistad son pasiones raras, muy raras. no debemos confundirlas ni con los amoríos ni con lo que en el mundo llaman corrientemente 'amistades' o relaciones. Dije más arriba que el amor es trágico; añado que la amistad es una respuesta a la tragedia.

Una vez trazados los límites, a veces fluctuantes y otras imprecisos, entre el amor y los otros afectos, se puede dar otro paso y determinar sus elementos constitutivos. Me atrevo a llamarlos constitutivos porque son los mismos desde el principio: han sobrevivido a ocho siglos de historia. Al mismo tiempo, las relaciones entre ellos cambian sin cesar y producen nuevaqs combinaciones a la manera de las partículas de la física moderna. A este contínuo intercambio de influencias se debe la variedad de las formas de la pasión amorosa. Son, diría, un haz de relaciones, como el imaginado por Roman Jakobson en el nivel más básico del lenguaje, el fonológico, entre sonido y sentido, cuyas combinaciones y permutaciones producen los significados. No es extraño, por esto, que muchos hayan sentido la tentación de diseñar una combinatoria de las pasiones eróticas. Es una empresa que nadie ha podido llevar a cabo con éxito. Pienso, por mi parte, que es imposible: no debe olvidarse nunca que el amor es, como decía Dante, un accidente de una persona humana y que esa persona es imprevisible. Es más útil aislar y determinar el conjunto de elementos o rasgos distintivos de ese afecto que llamamos amor. Subrayo que no se trata ni de unadefinición ni de un catálogo sino de un reconocimiento, en el primer sentido de esa palabra: examen cuidadoso de una persona o de un objeto para conocer su naturaleza o identidad. Me serviré de algunos de los atisbos que han aparecido en el transcurso de estas reflexiones pero unidos a otras observaciones y conjeturas: recapitulación, crítica e hipótesis

La conclusión a un sistema solar:
Los cinco elementos constitutivos del amor.


Al intentar poner un poco de orden en mis ideas, encontré que, aunque ciertas modalidades han desaparecido y otras han cambiado, algunas han resistido a la erosión de los siglos y las mutaciones históricas. Pueden reducirse a cinco y componen lo que me he atrevido a llamar los elementos constitutivos de nuestra imagen del amor. La primera nota característica del amor es la exclusividad. en estas páginas me he referido a ella varias veces y he procurado demostrar que es la línea que traza la frontera entre el amor y el territorio más vasto del erotismo. Este último es social y aparece en todos los lugares y en todas las épocas. No hay sociedad sin ritos y prácticas eróticas, desde los más inocuos a los más sangrientos. El erotismo es la dimensión humana de la sexualidad, aquello que la imaginación añade a la naturaleza. Un ejemplo: la copulación frente a frente, en la que los dos participantes se miran a los ojos, es una invención humana y no es practicada por ninguno de los otros mamíferos. El amor es individual o, más exactamente, interpersonal: queremos únicamente a una persona y le pedimos a esa persona que nos quiera con el mismo afecto exclusivo. La exclusividad requiere la reciprocidad, el acuerdo del otro, su voluntad. Así pues, el amor único colinda con otro de los elementos constitutivos: la libertad. Nueva prueba de lo que señalé más arriba: ninguno de los elementos primordiales tiene vida autónoma; cada uno está en relación con los otros, cada uno los determina y es determinado por ellos.

Dentro de esa movilidad, cada elemento es invariable. En el caso del amor único es una condición absoluta: sin ella no hay amor. Pero no solamente con ella: es necesario que concurran, en mayor o menor grado, los otros elementos. El deseo de exclusividad puede ser mero afán de posesión. Ésta fue la pasión analizada con tanta sutileza por Marcel Proust. El verdadero amor consiste precisamente en la transformación del apetito de posesión en entrega. Por esto pide reciprocidad y así trastorna radicalmente la vieja relación entre dominio y servidumbre. El amor único es el fundamento de los otros componentes: todos reposan en él; asimismo, es el eje y todos giran en torno suyo. La exigencia de exclusividad es un gran misterio: ¿por qué amamos a esta persona y no a otra? Nadie ha podido esclarecer este enigma, salvo con otros enigmas, como el mito de los andróginos de El Banquete. El amor único es una de las facetas de otro gran misterio: la persona humana.

Entre el amor único y la promiscuidad hay una serie de gradaciones y matices. Sin embargo, la exclusividad es la exigencia ideal y sin ella no hay amor. ¿Pero la infidelidad no es el pan de cada día de las parejas? Sí lo es y esto prueba que Ibn Hazm, Guinezelli, Shakespeare y el mismo Stendhal no se equivocaron: el amor es una pasión que todos o casi todos veneran pero que pocos, muy pocos, viven realmente. Admito, claro, que en esto como en todo hay grados y matices. La infidelidad puede ser consentida o no, frecuente u ocasional. La primera, la consentida, si es practicada solamente por una de las partes, ocasiona a la otra graves sufrimientos y penosas humillaciones: su amor no tiene reciprocidad. El infiel es insensible o cruel y en ambos casos incapaz de amar realmente. Si la infidelidad es por mutuo acuerdo y practicada por las dos partes -costumbre más y más frecuente- hay una baja de tensión pasional; la pareja no se siente con fuerza para cumplir con lo que la pasión pide y decide relativizar su relación. ¿Es amor? Más bien es complicidad erótica. Muchos dicen que en estos casos la pasión se transforma en amistad amorosa. Montaigne habría protestado inmediatamente: la amistad es un afecto tan exclusivo o más que el amor. El permiso para cometer infidelidades es un arreglo, o más bien, una resignación. El amor es riguroso y, como el libertinaje, aunque en dirección opuesta, es un ascetismo. Sade vio con clarividencia que el libertino aspira a la insensibilidad y de ahí que vea al otro como un objeto: el enamorado busca la fusión y de ahí que transforme al objeto en sujeto. En cuanto a la infidelidad ocasional: también es una falta, una debilidad. Puede y debe perdonarse porque somos seres imperfectos y todo lo que hacemos está marcado por el estigma de nuestra imperfección original. ¿Y si amamos a dos personas al mismo tiempo? Se trata siempre de un conflicto pasajero; con frecuencia se presenta en el momento de tránsito de un amor a otro. La elección, que es la prueba del amor, resuelve invariablemente, a veces con crueldad, el conflicto. Me parece que todos estos ejemplos bastan para mostrar que el amor único, aunque pocas veces se realice íntegramente, es la condición del amor.
El segundo elemento es de naturaleza polémica: el obstáculo y la transgresión. No en balde se ha comparado al amor con la guerra: entre los amores famosos de la mitología griega, rica en escándalos eróticos, están los amores de Venus y Marte. El diálogo entre el obstáculo y el deseo se presenta en todos los amores y asume siempre la forma de un combate. Desde la dama de los trovadores, encarnación de la lejanía -geográfica, social o espiritual- el amor ha sido continua y simultáneamente interdicción e infracción, impedimento y contravención. Todas las parejas, lo mismo las de los poemas y novelas que las del teatro y del cine, se enfrentan a esta o aquella con suerte desigual, a menudo trágica, la violan. En el pasado el obstáculo fue sobre todo de orden social.

El amor nació en Occidente, en las cortes feudales, en una sociedad acentuadamente jerárquica. La potencia subversiva de la pasión amorosa se revela en el 'amor cortés', que es una doble violación del código feudal: la dama debe ser casada y su enamorado, el trovador, de un rango inferior: A finales del siglo XVII español, lo mismo en España que en las capitales de los virreinatos de México y Perú, aparece una curiosa costumbre erótica que es la simétrica contrapartida del 'amor cortés', llamada los 'galanteos de palacio'. Al establecerse la corte en Madrid, las familias de la nobleza enviaban a sus hijas como damas de la reina. Las jóvenes vivían en el palacio real y participaban en los festejos y ceremonias palaciegas. Así, se anudaban relaciones eróticas entre estas damas jóvenes y los cortesanos. Sólo que estos últimos en general eran casados, de modo que los amoríos eran ilegítimos y temporales. Para las damas jóvenes, los 'galanteos de palacio' fueron una suerte de escuela de iniciación amorosa, no muy alejada de la 'cortesía' del amor medieval. [Véase Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (páginas 133 a 138 de la edición de Seix Barral)]

Con el paso del tiempo las prohibiciones derivadas del rango y de las rivalidades de clanes se han atenuado, aunque sin desaparecer completamente. Es impensable, por ejemplo, que la enemistad entre dos familias, como la de los Capuleto y los Montesco, impida en una ciudad moderna los amores de dos jóvenes. Pero hay ahora otras prohibiciones no menos rígidas y crueles; además, muchas de las antiguas se han fortalecido. La interdicción fundada en la raza sigue vigente, no en la legislación sino en las costumbres y en la mentalidad popular. El moro Otelo encontraría que, en materia de relaciones sexuales entre gente de diferente raza, las opiniones mayoritarias en Nueva York, Londres o París no son menos sino más intolerables que las de Venecia en el siglo XVI. Al lado de la barrera de la sangre, el obstáculo social y el económico. Aunque hoy la distancia entre ricos y pobres, burgueses y proletarios no mantiene la forma rígida y tajante que dividía al caballero del siervo o al cortesano del plebeyo, los obstáculos fundados en la clase social y en el dinero determinan aún las relaciones sexuales. Distancia entre la realidad y la legislación: esas diferencias no figuran en los códigos sino en las costumbres. La vida de todos los días, para no hablar de las novelas ni de las películas, abunda en historias de amor cuyo nudo es una interdicción social por motivos de clase o de raza.

Otra prohibición que todavía no ha desaparecido del todo es la relativa a las pasiones homosexuales, sean masculinas o femeninas. Esta clase de relación fue condenada por las Iglesias y durante mucho tiempo se la llamó el 'pecado nefando'. Hoy nuestras sociedades -hablo de las grandes ciudades- son bastante más tolerantes que hace algunos años; sin embargo, el anatema aún persiste en muchos medios. No hay que olvidar que hace apenas un siglo causó la desgracia de Oscar Wilde. Nuestra literatura generalmente ha esquivado este tema: era demasiado peligroso. O lo ha disfrazado: todos sabemos, por ejemplo, que Albertina, Gilberta y las otras 'jeunes filles en fleur' eran en realidad muchachos. Gide tuvo mucha entereza al publicar Corydon; la novela de E.M Foster, Maurice, por voluntad del autor apareció después de su muerte. Algunos poetas modernos fueron más atrevidos y entre ellos destaca un español: Luis Cernuda. Hay que pensar en los años, el mundo y la lengua en que publicó Cernuda sus poemas para apreciar su denuedo.

En el pasado las prohibiciones más rigurosas y temidas eran las de las Iglesias. Todavía lo siguen siendo, aunque en las sociedades modernas, predominantemente seculares, son menos escuchadas. Las iglesias han perdido gran parte de su poder temporal. La ganancia ha sido relativa: el siglo XX ha perfeccionado los odios religiosos al convertirlos en pasiones ideológicas. Los Estados totalitarios no sólo substituyeron a las inquisiciones eclesiásticas sino que sus tribunales fueron más despiadados y obtusos. Una de las conquistas de la modernidad democrática ha sido substraer del control del Estado a la vida privada, vista como un dominio sagrado de las personas; los totalitarios dieron un paso atrás y se atrevieron a legislar sobre el amor. Los nazis prohibieron a los germanos las relaciones sexuales con gente que no fuese aria. Además, concibieron proyectos eugenésicos destinados a perfeccionar y purificar la 'raza alemana', como si se tratase de caballos o de perros. Por fortuna no tuvieron tiempo para llevarlos a cabo [yo lo dudo seriamente].

Los comunistas no fueron menos intolerantes; su obsesión no fue la pureza racial sino la ideológica. Todavía vive en la memoria pública el recuerdo de las humillaciones y bajezas que debían soportar los ciudadanos de esas naciones para casarse con personas del 'mundo libre'. Una de las grandes novelas de amor de nuestra época -El doctor Zhivago, la novela de Boris Pasternak- relata la historia de dos amantes separados por los odios de las facciones ideológicas durante la guerra civil que sucedió a la toma del poder por los bolcheviques. La política es la gran enemiga del amor. Pero los amantes siempre encuentran un instante para escapar de las tenazas de la ideología. Ese instante es diminuto e inmenso, dura lo que dura un parpadeo y es largo como un siglo. Los poetas provenzales y los románticos del siglo XIX, si hubiesen podido leerlas, habrían aprobado con una sonrisa las páginas en que Pasternak describe el delirio de los amantes, perdidos en una cabaña de la estepa, mientras los hombres se degüellan por abstracciones. El poeta ruso compara esas caricias y esas frases entrecortadas con los diálogos sobre el amor de los antiguos filósofos. No exageró: para los amantes el cuerpo piensa y el alma se toca, es palpable.
El obstáculo y la transgresión están íntimamente asociados a otro elemento también doble: el dominio y la sumisión. En su origen, como ya dije, el arquetipo de la relación amorosa fue la relación señorial: los vínculos que unían al vasallo con el señor fueron el modelo del amor cortés. Sin embargo, la transposición de las relaciones reales de dominación a la esfera del amor -zona privilegiada de lo imaginario- fue algo más que una traducción o una reproducción. El vasallo estaba ligado al señor por una obligación que comenzaba con el nacimiento mismo y cuya manifestación simbólica era el homenaje de pleitesía. La relación de soberanía y dependencia era recíproca y natural; quiero decir, no era el objeto de un convenio explícito y en el que interviniese la voluntad, sino la consecuencia de una doble fatalidad: la del nacimiento y la de la ley del suelo donde nacía. En cambio, la relación amorosa se funda en una ficción: el código de cortesía. Al copiar la relación entre el señor y el vasallo, el enamorado transforma la fatalidad de la sangre y el suelo en libre elección: el enamorado escoge voluntariamente a su señora y, al escogerla, elige también su servidumbre. El código del amor cortés contiene, además, otra transgresión de la moral señorial: la dama de alta alcurnia olvida, voluntariamente, su rango y cede su soberanía.

El amor ha sido y es la gran subversión de Occidente. Como en el erotismo, el agente de la transformación es la imaginación. Sólo que, en el caso del amor, el cambio se despliega en relación contraria: no niega al otro ni lo reduce a la sombra sino que es negación de la propia soberanía. Esta autonegación tiene una contrapartida: la aceptación del otro. Al revés de lo que ocurre en el dominio del libertinaje, las imágenes encarnan: el otro, la otra, no es una sombra sino una realidad carnal y espiritual. Puedo tocarla pero también hablar con ella. y puedo oírla -y más: beberme sus palabras. Otra vez la transubstanciación: el cuerpo se vuelve voz, sentido; el alma es corporal. Todo amor es eucaristía.

El afán constante de todos los enamorados y el tema de nuestros grandes poetas y novelistas ha sido siempre el mismo: la búsqueda del reconocimiento de la persona querida. Reconocimiento en el sentido de confesar, como dice el diccionario, la dependencia, subordinación o vasallaje en que se está respecto de otro. La paradoja reside en que ese reconocimiento es voluntario: es un acto libre. Reconocimiento, asimismo, en el sentido de confesar que estamos ante un misterio palpable y carnal: una persona.. El reconocimiento aspira a la reciprocidad pero es independiente de ella. Es una apuesta que nadie está seguro de ganar porque es una apuesta que depende de la libertad del otro. El origen de la relación de vasallaje es la obligación natural y recíproca del señor y del feudatario; el del amor es la búsqueda de la reciprocidad libremente otorgada. La paradoja del amor único reside en el misterio de la persona que, sin saber nunca exactamente la razón, se siente invenciblemente atraída por otra persona, con exclusión de las demás. La paradoja de la servidumbre reposa sobre otro misterio: la transformación del objeto erótico en persona lo convierte inmediatamente en sujeto dueño de albedrío. El objeto que deseo se vuelve sujeto que me desea o que me rechaza. La cesión de la soberanía personal y la aceptación voluntaria de la servidumbre entrañan un verdadero cambio de naturaleza: por el puente del mutuo deseo el objeto se transforma en sujeto deseante y el sujeto en objeto deseado. Se representa al amor en forma de un nudo; hay que añadir que ese nudo está hecho de dos libertades enlazadas.
Dominación y servidumbre, así como obstáculo y transgresión, más que elementos por sí solos, son variantes de una contradicción más vasta que los engloba: fatalidad y libertad. El amor es atracción involuntaria hacia una persona y voluntaria aceptación de esa atracción. Se ha discutido mucho acerca de la naturaleza del impulso que nos lleva a enamorarnos de esta o aquella persona. Para Platón la atracción era un compuesto de dos deseos, confundidos en uno solo: el deseo de hermosura y el de inmortalidad. Deseamos a un cuerpo hermoso y deseamos engendrar en ese cuerpo hijos hermosos. Este deseo, como se ha visto, paulatinamente se transforma hasta culminar, ya depurado, en la contemplación de las esencias y las ideas. Pero ni el amor ni el erotismo, según creo haberlo mostrado en este libro, están necesariamente asociados al deseo de reproducción; al contrario, con frecuencia consisten en un poner entre paréntesis el instinto sexual de procreación. En cuanto a la hermosura: para Platón era una y eterna, para nosotros es plural y cambiante. Hay tantas ideas de la belleza corporal como pueblos, civilizaciones y épocas. La belleza de hoy no es la misma que aquella que encendió la imaginación de nuestros abuelos; el exotismo, poco apreciado por los contemporáneos de Platón, es hoy un incentivo erótico. ...

La hermosura, además de ser una noción subjetiva, no juega sino un papel menor en la atracción amorosa, que es más profunda y que todavía no ha sido enteramente explicada. Es un misterio en el que interviene una química secreta y que va de la temperatura de la piel al brillo de la mirada, de la dureza de unos senos al sabor de unos labios. Sobre gustos no hay nada escrito, dice el refrán; lo mismo debe decirse del amor: NO hay reglas. La atracción es un compuesto de naturaleza sutil y, en cada caso, distinta. Está hecha de humores animales y arquetipos espirituales, de experiencias infantiles y de los fantasmas que pueblan nuestros sueños. El amor no es deseo de hermosura: es ansia de 'completud' La creencia en los brebajes y hechizos mágicos ha sido, tradicionalmente, una manera de explicar el carácter, misterioso e involuntario, de la atracción amorosa. Todos los pueblos cuentan con leyendas que tienen como tema esta creencia. En Occidente, el ejemplo más conocido es la historia de Tristán e Isolda, un arquetipo que sería repetido sin cansancio por el arte y la poesía. Los poderes de persuasión de la Celestina, en el teatro español, no están únicamente en su lengua elocuente y en sus pérfidas zalamerías sino en sus filtros y brebajes. Aunque la idea de que el amor es un lazo mágico que literalmente cautiva la voluntad y el albedrío de los enamorados es muy antigua, es una idea todavía viva: el amor es un hechizo y la atracción que une a los amantes es un encantamiento. Lo extraordinario es que esta creencia coexiste con la opuesta: el amor nace de una decisión libre, es la aceptación voluntaria de una fatalidad.

El Renacimiento y la Edad Barroca, sin renunciar al filtro mágico de Tristán e Isolda, concibieron una teoría de las pasiones y las simpatías. El símbolo predilecto de los poetas de esta época fue el imán, dueño de un misterioso e irresistible poder de atracción. En esta concepción fueron determinantes dos legados de la Antigüedad grecorromana: la teoría de los cuatro humores y la astrología. Las afinidades y repulsiones entre los temperamentos sanguíneos, nervioso, flemático y melancólico ofrecieron una base para explicar la atracción erótica. Esta teoría venía de la tradición médica de Galeno y de la filosofía de Aristóteles, al que se atribuía un tratado sobre el temperamento melancólico. La creencia en la influencia de los astros tiene suorigen en Babilonia, pero la versión que recoge el Renacimiento es de estirpe platónica y estoica. Según el Timeo, en el viaje celeste de las almas al descender a la tierra para encarnar en un cuerpo, reciben las influencias fstas y nefastas de Venus, Marte, Mercurio, Saturno y otros planetas. Esas influencias determinan sus predisposiciones e inclinaciones. Por su parte, los estoicos concebían al cosmos como un sistema regido por las afinidades y simpatías de la energía universal (pneuma), que se reproducían en cada alma universal. En una y otra doctrina el alma individual era parte del alma universal y estaba movida por las fuerzas de amistad y repulsión que animan al cosmos.

Los románticos y los modernos han reemplazado el neoplatonismo renacentista por explicaciones psicológicas y fisiológicas, tales como la cristalización, la sublimación y otras parecidas. Todas ellas, por más diversas que sean, conciben al amor como atracción fatal. Sólo que esa fatalidad, sean sus víctimas Calixto y Melibea o Hans Castorp y Claudia, ha sido en todos los casos libremente asumida. Agrego: y ardientemente invocada y deseada. La fatalidad se manifiesta sólo con y a través de la complicidad de nuestra libertad. El nudo entre libertad y destino -el gran misterio de la tragedia griega y de los autos sacramentales hispánicos- es el eje en torno al cual giran todos los enamorados de la historia. Al enamorarnos, escogemos nuestra fatalidad. trátese del amor a Dios o del amor a Isolda, el amor es un misterio en el que libertad y predestinación se enlazan. Pero la paradoja de la libertad se despliega también en el subsuelo psíquico: las vegetaciones venenosas de las infidelidades, las traiciones, los abandonos, los olvidos, los celos. El misterio de la libertad amorosa y su flora alternativamente radiante y fúnebre ha sido el tema central de nuestros poetas y artistas. También de nuestras vidas, la real y la imaginaria, la vivida y la soñada.
La quinta nota distintiva de nuestra idea del amor consiste, como en el caso de las otras, en la unión indisoluble de dos contrarios, el cuerpo y el alma. Nuestra tradición, desde Platón, ha exaltado al alma y ha menospreciado el cuerpo. Frente a ella y desde sus orígenes, el amor ha ennoblecido el cuerpo: sin atracción física, carnal, no hay amor. Ahora asistimos a una reversión radicalmente opuesta al platonismo: nuestra época niega al alma y reduce el espíritu humano a un reflejo de las funciones corporales. [yo: y luego nos quejamos porque no tenemos a nuestro príncipe ... o creemos que es cuestión de suerte ... ?¿] Así ha minado en su centro mismo la noción de persona, doble herencia del cristianismo y la filosofía griega. La noción de alma constituye a la persona y, sin persona, el amor regresa al mero erotismo. Más adelante volveré sobre el ocaso de la noción de persona en nuestras sociedades; por ahora, me limito a decir que ha sido el principal responsable de los desastres políticos del siglo XX y del envilecimiento general de nuestra civilización. Hay una conexión íntima y casual, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y amor. Sin la creencia en un alma inmortal inseparable de un cuerpo mortal, no habría podido nacer el amor único ni su consecuencia: la transformación del objeto deseado en sujeto deseante. En suma, el amor exige como condición previa la noción de persona y ésta la de un alma encarnada en un cuerpo.

La palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje? El espíritu humano, el alma o anima. La persona es un ser compuesto de un alma y un cuerpo. Aquí aparece otra y gran paradoja del amor; tal vez la central, su nudo trágico: amamos simultáneamente un cuerpo mortal, sujeto al tiempo y sus accidentes y un alma inmortal. El amante ama por igual al cuerpo y al alma. Incluso puede decirse que, si no fuera por la atracción hacia el cuerpo, el enamorado no podría amar al alma que lo anima. Para el amante el cuerpo deseado es alma; por esto le habla con un lenguaje más allá del lenguaje pero que es perfectamente comprensible, no con la razón, sino con el cuerpo, con la piel. A su vez el alma es palpable: la podemos tocar y su soplo refresca nuestros párpados o calienta nuestra nuca. Todos los enamorados han sentido esta transposición de lo corporal a lo espiritual y viceversa. Todos lo saben con un saber rebelde a la razón y al lenguaje. Algunos poetas lo han dicho:

... her pure and eloquent blood
Spoke in her cheeks, and so distinctly wrought
That one might always say, her body thought.
[John Donne: Second Anniversary]

Al ver en el cuerpo los atributos del alma, los enamorados incurren en una herejía que reprueban por igual los cristianos y los platónicos. Así, no es extraño que haya sido considerado como un extravío e incluso como una locura: el loco amor de los poetas medievales. El amor es loco porque encierra a los amantes en una contradicción insoluble. Para la tradición platónica, el alma vive prisionera en el cuerpo; para el cristianismo, venimos a este mundo sólo una vez y sólo para salvar nuestra alma. En uno y otro caso hay oposición entre alma y cuerpo, aunque el cristianismo la haya atenuado con el dogma de la resurrección de la carne, y la doctrina de los cuerpos gloriosos. Pero el amor es una transgresión tanto de la tradición platónica como de la cristiana. Traslada al cuerpo los atributos del alma y éste deja de ser una prisión. El amante ama al cuerpo como si fuese alma y al alma como si fuese cuerpo. El amor mezcla la tierra con el cielo: es la gran subversión. Cada vez que el amante dice: te amo para siempre, confiere a una criatura efímera y cambiante dos atributos divinos: la inmortalidad y la inmutabilidad. La contradicción es en verdad trágica: la carne se corrompe, nuestros días están contados. No obstante, amamos. Y amamos con el cuerpo y con el alma, en cuerpo y alma.
Esta descripción de los cinco elementos constitutivos de nuestra imagen del amor, por más somera que haya sido, me parece que revela su naturaleza contradictoriaa, paradójica o misteriosa. Mencioné a cinco rasgos distintivos; en realidad, como se ha visto, pueden reducirse a tres: la exclusividad, que es amor a una sola persona; la atracción , que es la fatalidad libremente asumida; la persona, que es alma y cuerpo. El amor está compuesto de contrarios pero que no pueden separarse y que viven sin cesar en lucha y reunión con ellos mismos y con los otros. Estos contrarios, como si fuesen los planetas del extraño sistema solar de las pasiones, giran en torno a un sol único. este sol también es doble: la pareja. Continua transmutación de cada elemento: la libertad escoge servidumbre, la fatalidad se transforma en elección voluntaria, el alma es cuerpo y el cuerpo es alma. Amamos a un ser mortal como si fuese inmortal. Lope lo dijo mejor: a lo que es temporal llamamos eterno. Sí, somos mortales, somos hijos del tiempo y nadie se salva de la muerte. No sólo sabemos que vamos a morir sino que la persona que amamos también morirá. Somos juguetes del tiempo y sus accidentes: la enfermedad y la vejez, que desfiguran al cuerpo y extravían al alma. Pero el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte. Por el amor le robamos al tiempo que nos mata unas cuantas horas que transformamos a veces en paraíso y otras en infierno. De ambas maneras el tiempo se distiende y deja de ser una medida.

Más allá de felicidad o infelicidad,
aunque sea las dos cosas,
el amor es intensidad;
no nos regala la eternidad sino la vivacidad,
ese minuto
en el que se entreabren las puertas del tiempo
y del espacio:
aquí es allá y ahora es siempre.
En el amor todo es dos
y
todo tiende a ser uno.

Octavio Paz

2 comentarios:

Anónimo dijo...

n hkm, m vgjm, jhkmju

Unknown dijo...

Allaukabaa