Lloro porque no lloras....Antoni Pou
Fuente: e-cristians.net 06/02/2003
La película Azul de la trilogía de Kievlowski quizás es uno de los films que trata de la manera más sutil y dramática el proceso de luto y pena de su protagonista, Juliet. La chica pierde a su marido y su hija en un accidente de coche. El desarrollo de las escenas e imágenes de la pantalla van desgranando la tormenta de su mundo interior. Juliet no digiere la muerte de sus seres más queridos: el sufrimiento interior, como en un intento de fuga de la realidad, se convierte en insensibilidad ante el dolor propio y ajeno, en agresividad contenida que hace imposible cualquier tipo de relación. En una escena de la película, una criada llora desconsideradamente y Juliet se le acerca para consolarla. Cuando le pregunta qué le pasa, la sirvienta responde: "lloro porque no lloras". La mujer sencilla intuye el dolor tan profundo que debe tener la chica, para que no sea capaz de elaborar su luto.
Una reciente visión de ese film me ha vuelto a interpelar sobre la vivencia de la pena en el creyente y el no creyente. Tratamos del luto de la muerte de los seres queridos, que es la más terrible de todas las penas, porque: ¿qué es lo que da sentido a la vida sino el amor? Pero podemos hablar también de la pena por cualquier pérdida de algo apreciado. Cuando alguien suspende un examen, en el que había puesto todas sus esperanzas de futuro, también sufre un proceso de pena. Cuando alguien ha roto con su pareja, sufre un proceso de pena. Cuando unos padres tienen que asumir que sus hijos crecen con unos intereses y con unas vivencias "a años luz" de las suyas (y muchas veces la misma ley de vida lo impone), también tienen que hacer un proceso de aceptación y de reconciliación con la realidad que les ha tocado vivir.
Es bueno recordar lo que dicen los psicólogos sobre el itinerario que sigue la persona que recibe una mala noticia. Pensamos en la notificación de la muerte de un ser amado, ya que puede tipificar y englobar cualquiera proceso de pena:
1. Negación de la realidad. No nos lo acabamos de creer, decimos: "no puede ser". Con este inconsciente, amortiguamos el golpe y nos damos algún tiempo para ir procesando la información que se nos da y lo que en realidad supone.
2. Ira. Buscando a alguien a quien poder dar la culpa. Así, el sentimiento de pérdida se convierte en agresividad, lo cual parece más soportable y nos evita pensar en el hecho en sí.
3. Negociación. Como si se pidiera al destino o a Dios una tregua. "Lo acepto pero no lo acabo de aceptar". "Lo acepto, pero que no me pase nada más". "Quizás si hago esa promesa, me podré curar".
4. Depresión. "Definitivamente es así".
5. Aceptación.
Recuerdo que alguien me dijo un día que los creyentes afrontamos desde una perspectiva diferente a los no creyentes el tema de la muerte y de la pérdida. Para un no creyente, la vida es una tragedia: las tragedias acaban siempre mal. Para un creyente, la vida es un drama: donde pasan muchas peripecias, muchas de ellas dolorosas, pero el final es feliz porque, pese a la constatación de la crudeza de la realidad, cuando cree que Dios es más grande que todo lo que él está viviendo, y que sin saber cómo "Él se encargará de que todo acabe bien", la vivencia de la pena por un ser querido, o de alguna pérdida de algo significativo para la propia existencia, se vive de otro modo.
Pero no podemos ser ingenuos: creyentes y no creyentes estamos hechos de la misma pasta, y todos necesitamos pasar por un proceso de pena. Aunque los pasos que he mencionado un poco más arriba no siempre aparecen en ese orden, o puede faltar alguno, nadie nos puede ahorrar el sufrimiento. También hay que saber que la pena se vive según el carácter de cada uno, y que no podemos juzgar nunca las reacciones de los demás. Vivir la pena en cristiano no quiere decir vivirla de manera estoica: no es más santo quien no llora. Al contrario, cuanta más humanidad, más sensibilidad: "el hombre es el único de los animales que llora; por tanto, el llanto tiene que ser un regalo de la divinidad". Cuando era niño, me preguntaba para qué servían las lágrimas: mi abuela me dijo que son las caricias que Dios nos hace sobre las mejillas, cuando nos sentimos tristes y desamparados.
Lo que nos puede ser útil es darnos cuenta del proceso de la pena para comprender nuestras reacciones cuando nos encontramos así, o podemos comprender y acompañar a quienes pasan por esa situación. También es necesario conocer las trampas del proceso: estancarse eternamente en la negación, en la rabia, o evitar como sea la depresión necesaria no favorecen a la persona, e incluso también puede hacer daño a los demás. El arte de sufrir también tiene una ética y una responsabilidad.
Vivir cristianamente la pena y el luto quizás quiere decir simplemente tener la conciencia de que lo que me está pasando no es definitivo, que vendrán tiempos mejores. Convicción, confianza y creencia que para alguien puede parecer poco, pero que en definitiva es lo único que puede convertir la tragedia en un drama.
En la Biblia, también podemos encontrar relatos que nos hablan de procesos de pena. Todo el misterio de la muerte de Cristo que tuvieron que pasar sus discípulos inmediatos no es más que un proceso de luto y pena que acabó con la nueva conciencia de la resurrección: el relato de los discípulos de Emaús, por ejemplo. El libro de Job, que ha sabido expresar como ningún otro el dolor de la pérdida y la oscuridad de la fe, y también la experiencia mística de la presencia de Dios, incomprensible pero al mismo tiempo portadora de sentido y consoladora. O el simpático profeta Jonás que sufre, con rabia, la pérdida del ricino que le hacía sombra, no viendo que, si él se apenaba por la muerte de una planta, mucho más Dios se tiene que poner triste por la desgracia de los hombres, aunque sean paganos o enemigos.
"Junto a los ríos de Babilònia nos sentábamos llorando de añoranza por Sión" (Salmo 137). Es el lamento del salmista que describe la pena de la deportación, donde el pueblo de Israel ha perdido el templo, el rey, la tierra y parece que también el mismo Dios. El exilio es el prototipo bíblico de la pérdida y el reencuentro, del abandono y la presencia, de la muerte y la resurrección. Al final, quizás, los mejores relatos de la Biblia y de la literatura universal son la elaboración de una pena, de una pérdida o simplemente de la conciencia de que el mundo pierde su carácter de hogar y centro protectores, y se vuelven como "una mala noche en una mala posada", como decía Santa Teresa de Jesús; y su historia no es más que el itinerario hacia la recuperación del sentido y del nuevo descubrimiento del Paraíso.
Como en la película de Kievlowski, en el proceso de pena, siempre hay una música que suena en nuestro interior, primero como una melodía trágica, que revela nuestro vacío interior y la rotura trágica del no sentido de la existencia. Pero si se sigue el hilo de la música, nos damos cuenta de que esa melodía es la única a la que nos podemos aferrar para acabar de componer creativamente con ella la pieza musical que faltaba. ¡Ojalá la letra de esa pieza musical sea como en el film Azul! Me refiero a la letra del capítulo 13 de la primera Carta a los Corintios, que acaba con la frase de San Pablo: "agape udepote piptei": "el amor no pasa nunca".
La película Azul de la trilogía de Kievlowski quizás es uno de los films que trata de la manera más sutil y dramática el proceso de luto y pena de su protagonista, Juliet. La chica pierde a su marido y su hija en un accidente de coche. El desarrollo de las escenas e imágenes de la pantalla van desgranando la tormenta de su mundo interior. Juliet no digiere la muerte de sus seres más queridos: el sufrimiento interior, como en un intento de fuga de la realidad, se convierte en insensibilidad ante el dolor propio y ajeno, en agresividad contenida que hace imposible cualquier tipo de relación. En una escena de la película, una criada llora desconsideradamente y Juliet se le acerca para consolarla. Cuando le pregunta qué le pasa, la sirvienta responde: "lloro porque no lloras". La mujer sencilla intuye el dolor tan profundo que debe tener la chica, para que no sea capaz de elaborar su luto.
Una reciente visión de ese film me ha vuelto a interpelar sobre la vivencia de la pena en el creyente y el no creyente. Tratamos del luto de la muerte de los seres queridos, que es la más terrible de todas las penas, porque: ¿qué es lo que da sentido a la vida sino el amor? Pero podemos hablar también de la pena por cualquier pérdida de algo apreciado. Cuando alguien suspende un examen, en el que había puesto todas sus esperanzas de futuro, también sufre un proceso de pena. Cuando alguien ha roto con su pareja, sufre un proceso de pena. Cuando unos padres tienen que asumir que sus hijos crecen con unos intereses y con unas vivencias "a años luz" de las suyas (y muchas veces la misma ley de vida lo impone), también tienen que hacer un proceso de aceptación y de reconciliación con la realidad que les ha tocado vivir.
Es bueno recordar lo que dicen los psicólogos sobre el itinerario que sigue la persona que recibe una mala noticia. Pensamos en la notificación de la muerte de un ser amado, ya que puede tipificar y englobar cualquiera proceso de pena:
1. Negación de la realidad. No nos lo acabamos de creer, decimos: "no puede ser". Con este inconsciente, amortiguamos el golpe y nos damos algún tiempo para ir procesando la información que se nos da y lo que en realidad supone.
2. Ira. Buscando a alguien a quien poder dar la culpa. Así, el sentimiento de pérdida se convierte en agresividad, lo cual parece más soportable y nos evita pensar en el hecho en sí.
3. Negociación. Como si se pidiera al destino o a Dios una tregua. "Lo acepto pero no lo acabo de aceptar". "Lo acepto, pero que no me pase nada más". "Quizás si hago esa promesa, me podré curar".
4. Depresión. "Definitivamente es así".
5. Aceptación.
Recuerdo que alguien me dijo un día que los creyentes afrontamos desde una perspectiva diferente a los no creyentes el tema de la muerte y de la pérdida. Para un no creyente, la vida es una tragedia: las tragedias acaban siempre mal. Para un creyente, la vida es un drama: donde pasan muchas peripecias, muchas de ellas dolorosas, pero el final es feliz porque, pese a la constatación de la crudeza de la realidad, cuando cree que Dios es más grande que todo lo que él está viviendo, y que sin saber cómo "Él se encargará de que todo acabe bien", la vivencia de la pena por un ser querido, o de alguna pérdida de algo significativo para la propia existencia, se vive de otro modo.
Pero no podemos ser ingenuos: creyentes y no creyentes estamos hechos de la misma pasta, y todos necesitamos pasar por un proceso de pena. Aunque los pasos que he mencionado un poco más arriba no siempre aparecen en ese orden, o puede faltar alguno, nadie nos puede ahorrar el sufrimiento. También hay que saber que la pena se vive según el carácter de cada uno, y que no podemos juzgar nunca las reacciones de los demás. Vivir la pena en cristiano no quiere decir vivirla de manera estoica: no es más santo quien no llora. Al contrario, cuanta más humanidad, más sensibilidad: "el hombre es el único de los animales que llora; por tanto, el llanto tiene que ser un regalo de la divinidad". Cuando era niño, me preguntaba para qué servían las lágrimas: mi abuela me dijo que son las caricias que Dios nos hace sobre las mejillas, cuando nos sentimos tristes y desamparados.
Lo que nos puede ser útil es darnos cuenta del proceso de la pena para comprender nuestras reacciones cuando nos encontramos así, o podemos comprender y acompañar a quienes pasan por esa situación. También es necesario conocer las trampas del proceso: estancarse eternamente en la negación, en la rabia, o evitar como sea la depresión necesaria no favorecen a la persona, e incluso también puede hacer daño a los demás. El arte de sufrir también tiene una ética y una responsabilidad.
Vivir cristianamente la pena y el luto quizás quiere decir simplemente tener la conciencia de que lo que me está pasando no es definitivo, que vendrán tiempos mejores. Convicción, confianza y creencia que para alguien puede parecer poco, pero que en definitiva es lo único que puede convertir la tragedia en un drama.
En la Biblia, también podemos encontrar relatos que nos hablan de procesos de pena. Todo el misterio de la muerte de Cristo que tuvieron que pasar sus discípulos inmediatos no es más que un proceso de luto y pena que acabó con la nueva conciencia de la resurrección: el relato de los discípulos de Emaús, por ejemplo. El libro de Job, que ha sabido expresar como ningún otro el dolor de la pérdida y la oscuridad de la fe, y también la experiencia mística de la presencia de Dios, incomprensible pero al mismo tiempo portadora de sentido y consoladora. O el simpático profeta Jonás que sufre, con rabia, la pérdida del ricino que le hacía sombra, no viendo que, si él se apenaba por la muerte de una planta, mucho más Dios se tiene que poner triste por la desgracia de los hombres, aunque sean paganos o enemigos.
"Junto a los ríos de Babilònia nos sentábamos llorando de añoranza por Sión" (Salmo 137). Es el lamento del salmista que describe la pena de la deportación, donde el pueblo de Israel ha perdido el templo, el rey, la tierra y parece que también el mismo Dios. El exilio es el prototipo bíblico de la pérdida y el reencuentro, del abandono y la presencia, de la muerte y la resurrección. Al final, quizás, los mejores relatos de la Biblia y de la literatura universal son la elaboración de una pena, de una pérdida o simplemente de la conciencia de que el mundo pierde su carácter de hogar y centro protectores, y se vuelven como "una mala noche en una mala posada", como decía Santa Teresa de Jesús; y su historia no es más que el itinerario hacia la recuperación del sentido y del nuevo descubrimiento del Paraíso.
Como en la película de Kievlowski, en el proceso de pena, siempre hay una música que suena en nuestro interior, primero como una melodía trágica, que revela nuestro vacío interior y la rotura trágica del no sentido de la existencia. Pero si se sigue el hilo de la música, nos damos cuenta de que esa melodía es la única a la que nos podemos aferrar para acabar de componer creativamente con ella la pieza musical que faltaba. ¡Ojalá la letra de esa pieza musical sea como en el film Azul! Me refiero a la letra del capítulo 13 de la primera Carta a los Corintios, que acaba con la frase de San Pablo: "agape udepote piptei": "el amor no pasa nunca".
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